
Por: María Paula Chavarro Mayusa
Atravesando Cundinamarca, subiendo por Cogua y Tausa, llegamos a Carmen de Carupa. Es un pueblo pequeño donde la plaza principal (con su iglesia, alcaldía, estación de policía y banco) no queda en el centro sino en uno de los límites y donde el clima varía del sol picante que quema la cara hasta el frío que hace que las manos se pongan moradas. Al llegar vimos que no era un pueblo muy concurrido; de hecho, antes de la salida de campo nunca lo había escuchado, y eso que mi mamá es de Cogua, municipio vecino.
Luego, continuando con nuestro recorrido, salimos del casco urbano y nos adentramos en una carretera sin pavimentar, donde a lado y lado crecían plantas con hojas de
diferentes formas y colores de toda la paleta. Algunas altas, en forma de espiga, con la punta morada o verde coronándoles el tallo; algunas bajas, de hojas pequeñas, de un verde oscuro intenso, con florecitas moradas adornando sus ramas. Estas maticas ya las conocía yo, de esos juegos que hacían mis papás en carretera de adivinar de qué planta eran los cultivos que veían: estábamos por ir a un cultivo de papa.
Don Danilo, ingeniero agrónomo de profesión y nuestro guía en esa mañana, nos hizo una breve caracterización del municipio. Nos contó que Carmen de Carupa era el proveedor de agua de la región debido a que se encontraba en el Páramo de Guerrero, cosa que no les favorecía mucho a los cultivadores debido a las normas de regulación de la Corporación Autónoma Regional (CAR) de Cundinamarca; que el principal cultivo hoy en día era la papa, tanto así que se posiciona entre los principales productores de este tubérculo; y que hace muchos años había sido un gran productor de cebada y de trigo, pero que ya no lo es más porque Bavaria ya no le compra a los cultivadores del pueblo sino a los de Estados Unidos y Argentina porque sale más barato y, sumándole a eso, el suelo se cansó por el uso de fertilizantes. También nos dijo que había cultivos de quinua, uchuva, mora, arveja y haba a pequeña escala, y que el cambio climático ha generado un gran impacto, así como el fenómeno de El Niño, causante de un prolongado verano que provocó la muerte de vacas, novillos y muchos animales más porque no había comida para darles.
Mientras Danilo nos contaba todo esto, cuatro hombres que estaban sacando papa al momento de nuestra llegada escuchaban atentamente sin levantar la mirada del piso. Eran delgados y tenían sus mejillas rosadas, quemadas por la resolana o el frío sobrecogedor paramuno. Al principio no decían nada y se notaban algo incómodos, pero pudo ser timidez o pena pues todos los estudiantes estábamos formando un círculo alrededor de ellos. Sin embargo, se notaba que tenían muchas ganas de hablar, pues cuando preguntamos qué variedades de papa producían, nos contaron que sembraban ocho tipos de papa, de las cuales la Única y la R12 eran especiales para fritar, y la Tucarreña, la Pastusa original y la Española eran nativas. Entonces cogieron dos papas y nos mostraron qué tipo era cada una; nosotros, universitarios con ojos de citadinos, pensábamos que era la misma vaina. Claro, hace falta toda una vida de trabajo recolectando estos tesoros escondidos en la tierra para poder aprender a distinguir entre todas sus variedades.
Los cultivadores, felices, nos explicaron varios aspectos del cultivo de papa. Juan Pablo, uno de ellos, nos contó que la papa Pastusa Superior era la que más producía, pues se sacaban 40 cargas por hectárea, es decir, unos 80 bultos, mientras que la nativa solo producía 25 cargas (cada carga cuesta $100.000). De igual forma, nos contó que en el municipio no se utilizaban mucho los agroquímicos, pero que sí tenían que sembrar una semilla certificada por el Instituto Colombiano Agropecuario (ICA), debido a que no requería tantas fumigadas, necesarias actualmente por la presencia de la polilla guatemalteca, una plaga que azota los cultivos. Danilo entró a secundar esta idea, algo que me hizo ver que la selección realizada por los funcionarios está muy legitimada en comparación a la realizada empíricamente por los campesinos; en el mercado, las papas de semilla certificada se compran más caras que las de semillas escogidas por los mismos campesinos.
Estos cuatro hombres no eran dueños del cultivo, sino que estaban trabajando por los $30.000 que se pueden ganar en un día. Vienen de familias que cultivaban papa y han visto cómo la tecnología y los químicos han cambiado las formas de cultivar, haciendo esta actividad más “fácil”, pero también más dañina con la naturaleza. Sin embargo, ellos siguen sacando la papa con sus ganchos, un instrumento que antiguamente era hecho por ellos mismos y que nos enseñaron a utilizar. Además, tienen cultivos propios, huertas tradicionales en sus casas donde siembran remolacha, cebolla, maíz, arveja y papa para autoconsumo, y en las cuales los químicos no tienen cabida. Con las uñas llenas de tierra y habiendo aprendido lo básico de cosechar, nos despedimos de estos cuatro hombres, que nos ondearon la mano y se rieron de nuestra forma tan peculiar de sacar la papa.
Por la tarde, la parada fue en una finca donde cultivaban quinua y producían leche, acompañados ya no por Danilo, sino por Vanessa, una amable universitaria carupana que trabajaba con el municipio. Cuando llegamos a la finca, Robert, el dueño, nos dio una calurosa bienvenida y nos invitó a seguir entre las pintorescas plantas de quinua para explicarnos cómo era su proceso de producción. Esta es una planta muy parecida al trigo, ya que viene en espigas, pero no se muele, sino que se deja secar en un cuarto especial para que las pepitas que van en las ramas caigan y así poderles quitar una cáscara amarga que las recubre, en un proceso que se llama desaponificación. Para cultivar quinua no es necesario el uso de químicos, pues no ha sido atacada por ninguna plaga hasta el momento; los únicos “enemigos” que tiene son el mildeo, un hongo, y el trozador y el muque, gusanos que se la comen. Sin embargo, para combatirlos se elaboran compuesto orgánicos hechos con hierbas, conservando el carácter orgánico de la siembra.
Nos acompañaba en el recorrido un amigo de Robert, Álvaro, miembro de Asoprocampo, y su menuda esposa. Ellos nos contaron que esta planta es “nueva” en el sector, por lo que la asociación se creó con el fin de que los cultivadores de quinua recibieran beneficios del gobierno de manera más fácil que si los pidieran individualmente; cosa que en efecto ha pasado, pues la Alcaldía de Carmen de Carupa ha realizado programas de apoyo a los cultivos de quinua y a los pequeños productores. Por la naturaleza de la planta, que no madura al mismo tiempo, los miembros de la asociación pueden dedicarse a otros oficios. Por ejemplo, Robert, además de producir leche, arregla carros, lava la casa, tiende la cama, cocina el almuerzo, lava la loza y canta en un grupo de carranga con el que ha ganado premios en festivales como la Guitarra de Plata, que es exclusivamente de música carranguera y se realiza en el municipio con participantes de la región.
Luego de reírnos un poco con unos versos que nos recitó Robert, Vanessa pasó a mostrarnos un panorama general de la problemática ambiental que están viviendo los carupanos gracias a la explotación de gravilla y arena que se realiza en los límites del municipio. Actualmente hay tres títulos mineros para la extracción de agregados que han afectado a varias familias por los deslizamientos de tierra que han ocurrido a causa de esta actividad. De igual forma, el ruido y el agua se enturbian, las vías se dañan por los camiones repletos de arena y gravilla que van camino a Bogotá, y la relación de la comunidad se fractura ya que hay familias que están siendo contratadas por las gravilleras, lo que hace que se sientan cómodas con la presencia de las empresas mineras, mientras que los afectados se oponen a estos proyectos rotundamente.
Nos resguardamos un momento de la lluvia, único método de riego que tienen en Carupa, para luego ir a ver la producción lechera. Allí Robert nos contó de la difícil situación que atraviesa este sector productivo debido a los precios, puesto que venden el litro de leche entera a $600, $800, máximo $1.000 pesos; en la ciudad, compramos una bolsa de leche a $2.000 ¡La brecha de precios es enorme! Sumándole a eso 1) que hay que garantizarle alimento bueno y salud a la vaca, lo cual sale costoso, 2) que lo que nos venden en la ciudad no es la misma leche que venden los campesinos en Carupa,
sino un suero decantado de todos los sólidos que tiene la leche cuando sale de la vaca, algo así como una leche rendida con agua, y 3) que las importaciones de lactosueros y leche en polvo que se hacen en el marco del TLC con la Unión Europea (y las que pueden darse si se firma el TLC con Nueva Zelanda, uno de los mayores productores de leche a nivel mundial) entran a competir con la leche producida por los carupanos, siendo la extranjera mucho más barata gracias a todos los subsidios que los países les ofrecen a sus productores. Hace dos años hubo una sequía grave debido al fenómeno del niño y la gente vendió sus animales por $300.000 o $400.000, teniendo que comprarlos después a $3’000.000 de pesos. Sin embargo, a pesar de esto, Robert nos dice que “la vaca es la mejor amiga del campesino”, pues si la persona vende la leche (así sea a sus vecinos) tiene para comprar arroz, panela, café, entre otras cosas básicas del consumo cotidiano.
Al otro día, después de pasar una noche envuelta en dos camisetas, un saco, dos pantalones y tres pares de medias con el objetivo de no dejar pasar el frío característico del pueblo, y luego de comer un delicioso tamal con chocolate y pan rollito, tuvimos una conferencia con algunos líderes campesinos en la Alcaldía de Carmen de Carupa. Nos recibieron Jairo Molina, un ingeniero agrónomo con una pinta muy citadina pero con un sentido de pertenencia al pueblo que se entreveía en cada palabra que decía, y doña Rosa, una profesora y líder social con un porte de autoridad reforzado por su figura grande e imponente, pero suavizado por su cara amable y sus ojos expresivos y calmados, que la noche anterior nos había contado sobre las dificultades de los campesinos del pueblo a lo largo de los años.
Jairo inició la charla comentándonos sobre la problemática de los campesinos del páramo, poblaciones que han vivido en este territorio por generaciones y que hoy en día son estigmatizados como criminales ambientales. Nos mostró que la minería es la verdadera actividad criminal que afecta al medio ambiente, ya que va paralela al río aledaño al pueblo, contrario a la normatividad ambiental que protege la ronda del mismo. Lo irónico es que la CAR avala estas prácticas, se hace “la de las gafas” pues el Gobierno Nacional actualmente está promoviendo la “locomotora minera” a como dé lugar, pero prohíbe la presencia de campesinos en el páramo porque los ve como potenciales destructores de ese ecosistema. Esta institución también sacó un documento, el Acuerdo 022, que prohíbe la realización de actividades económicas de los 3.200 m.s.n.m. en adelante. El páramo de Guerrero es uno de los tres páramos con los que
cuenta Cundinamarca, del cual Carmen de Carupa tiene 1.100 hectáreas por encima de los 3.100 m.s.n.m. Es decir, a los campesinos se les limitó el uso que le pueden dar a sus tierras, y además de eso, le tienen que seguir pagando impuestos a la CAR además del predial, por lo que tienen que arriesgarse a recibir sanciones si quieren cumplir con todos los pagos. Tras de cotudos, con paperas.
La calidad de vida en el páramo es muy dura debido al frío inclemente, a la salud y a la falta de instituciones educativas (los niños solo cursan primaria). Sin embargo, los campesinos permanecen porque irse también es muy duro: si quieren vender los predios, máximo les compran la hectárea a $3’500.000, cuando en realidad cuesta entre 25 y 30 millones de pesos. Una “solución” se presentó en el 2010 con el Pago por Servicios Ambientales, que es una suerte de remuneración que se les da a los habitantes del páramo por cuidarlo, es decir, quedarse viviendo en él sin realizar ningún tipo de cultivo o actividad agropecuaria. No obstante, las personas no lo ven con buenos ojos pues es limitante, no genera estrategias para las comunidades que están inmersas en los páramos y les limita la capacidad de crédito pues no tienen como respaldarlo. Además, comenta Jairo, debería haber un monitoreo de los gastos de las personas que reciben estos pagos para evitar que se los gasten en cerveza.
Una campesina del páramo que tenía su terreno en la vereda Casablanca, Isabel Mora, nos hizo sentir la angustia que vivía ella al verse con las manos atadas por estas normas y prohibiciones que no le permiten conseguir el dinero necesario para mantener a su familia. No pudo pagarle un tratamiento médico a su mamá porque no tenía el dinero necesario y los bancos no le aprobaron la hipoteca del lote al estar situado en zona de conservación ambiental, por lo que su mamá falleció. Pude sentir toda la impotencia y toda la rabia que sentía ella al decir que el gobierno los tenía olvidados, que no hacían más que fregarlos cada día y que no les daban soluciones. Porque hacer políticas sentados en sillones de cuero tomando café de Starbucks es muy fácil, pero ver cómo viven los campesinos, sobreviviendo con las uñas, es deprimente.
Paito: Que maravillosa descripcion de estas bellas regiones tan hermosas pero, como tu bien dices, tan olvidadas y maltratados por nuestro gobernantes.
Ten la plena seguridad de que esta plegaria literaria va a tener eco en todos los rincones de Colombia.
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Paulita que grato y emocionante leer tu nota. Felicitaciones por visibilizar y reivindicar nuestra gente, nuestra tierra y nuestras situaciones. Como dice Ligy, tu escrito se transforma en una plegaria que resuena por dónde va.
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