Por: Juana Carrión[1]
En la Provincia del Valle de Ubaté, a casi 112 Km de Bogotá, se encuentra el municipio de Carmen de Carupa. Particularmente frío para los visitantes que no acostumbran tanta altitud, pero que se compensa con la calidez y amabilidad de sus pobladores. El casco urbano es pequeño, allí se encuentra el parque principal, la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen de La Mesa de Ubaté, la Alcaldía Municipal, la estación de la Policía Nacional, a una cuadra está el colegio, y el resto son casas y locales de comercio. Es inevitable ver las infaltables cantinas, en donde se vende Póker más que todo, las dos panaderías más antiguas y su respectivo asadero de pollos.
Gran parte de los carupanos han trabajado la tierra durante todas sus vidas. Tanto así que se puede decir que es un pueblo “papero”; cultivan, venden y se alimentan de distintas variedades de papas. Las especies nativas que más resaltan son la Pastusa, la Tocarreña y la Española; de ellas, se extraen las semillas, para guardarlas y después intercambiarlas entre los mismos campesinos de la zona. De las otras especies, provenientes de las famosas “semillas certificadas”, se sacan Parda, Superior, Única, R12 y Criolla Amarilla. Algunos de los cultivadores, como Jorge Castiblanco (sesenta años trabajando con este producto), consideran que es mejor utilizar estas semillas certificadas porque son más resistentes a las plagas y las enfermedades que tanto pican sus papas. Esto significa menos gasto en agroquímicos para los dueños de las tierras y la cosecha que de ellas se sacan.
El cultivo de papa se ha visto afectado por los cambios climáticos bruscos que ha vivido la zona. En Marzo de 2016, casi 30 familias carupanas tuvieron que migrar hacia otras zonas porque el Fenómeno del Niño atacó sus cultivos con una intensa sequía. Los animales empezaron a morir de hambre y sed, y la tierra dejó de ser productiva por la falta de agua. Esto resulta trágico para el pueblo, ya que ha sido uno de los productores hídricos más importantes de la región, y gracias a este episodio, cambió la estructura social y en parte la vocación del municipio. La gente ya no podía mantener a sus ganados; las vacas lecheras (la mejor amiga del campesino) ya no tenían el mismo valor por la pérdida de peso y no se podía cultivar, entonces se empezó a trabajar más en zona urbana en actividades como la construcción y la venta de productos.

Ahora bien, la siembra de papa en el municipio sigue siendo de vital importancia para su comunidad. La gente sigue trabajando en este sector, viven de las ganancias de este esfuerzo; es su manera de subsistir. Sus manos duras de usar los ganchos y azadones, y sus uñas negras por desenterrar y desyerbar son la evidencia del arduo trabajo que implica la papa, que solo da 40 cargas por hectárea (80 bultos) que equivalen cada una en plata a $100.000 COP aproximadamente. Poca ganancia se saca al final, contando la inversión de fumigadas y mano de obra (que incluye el salario de la jornada, las tres comidas del día con sopa y el guarapo constante para que se hidraten los jornaleros), el transporte, y las pérdidas por la polilla guatemalteca y el clima. No hay grandes posibilidades de acceder a un subsidio y menos a préstamos bancarios, porque no tienen tierra propia para respaldar la deuda, porque no hacen parte de ningún grupo poblacional con protección constitucional (ni afros ni indígenas), y tampoco salen beneficiados de las políticas para víctimas del conflicto armado interno.
Los hombres siguen desempeñando el papel de cultivadores principales, mientras que las mujeres continúan con labores del hogar como hacer el almuerzo y cuidar la casa. Los enemigos, los malos de la historia siguen siendo los mismos de siempre: la polilla guatemalteca, una plaga que ha sido difícil de contener y que deja sus huevos dentro de las papas en crecimiento; y la desidia del Estado. No se puede desconocer las ayudas que ofrecen las Umatas (Unidades Municipales de Asistencia Técnica Agropecuaria) a los campesinos al igual que el SENA (Servicio Nacional de Aprendizaje), pero falta mucho trabajo por hacer, especialmente en temas de certificación fitosanitaria y permisos de comercialización, porque sin ellos no se puede entrar en mercados formales que exigen como requisitos estos avales del Instituto Colombiano Agropecuario (ICA).
En otras épocas había productos más rentables como la cebada y la arveja. Hace años, cuando Bavaria (la empresa de bebidas embriagantes) iba con sus camiones a comprar la cebada hasta estos lugares, favorecía el mercado de los pueblos que la producían. Pero, con la firma de Tratados de Libre Comercio (TLC) con Argentina, Australia y Canadá, y la posterior venta de acciones mayoritarias de Bavaria S.A. a la empresa británica multinacional Sab Miller, el deceso en la compra de este cereal a pequeños productores nacionales se intensificó. Pese a esto, Carupa sigue sembrando cebada, y otros alimentos como la uchuva, la mora y el haba pero en las pequeñas parcelas que algunos pobladores tienen de patio trasero.
Los productos siguen cambiando, excepto la papa a pesar de sus vaivenes, y algunas familias carupanas han optado por otro tipo de cultivos “más orgánicos” como la quinua, un cereal que cobra importancia en mercados internacionales debido a su gran aporte nutricional de proteínas, grasas y carbohidratos. En Carupa, se usan las semillas nativas Blanca y Morada. Estas semillas tienen diferentes etapas de maduración, lo que dificulta la recolección periódica de la cosecha. Es decir, los campesinos tienen que recoger constantemente las espigas a medida que maduran (panojas), para recolectar la mayor cantidad posible de semillas de cada vaina, y posteriormente lavarlas y quitarles los pigmentos (saponina) que las recubre, este proceso de llama desaponificación, y en algunos casos se construyen artesanalmente con malla. Por último, la quinua lavada se empaca y se vende por libras a los vecinos.
Una de los factores que hace particular este alimento es que se pretende cultivar orgánicamente; es decir, reemplazando plaguicidas y abonos químicos por aquellos de procedencia natural. Las familias quieren velar por la calidad de los productos que consumen ellas mismas y al tiempo obtener ganancias de su venta. Sin embargo, la entrada a un mercado competitivo, sin ayuda suficiente de las instituciones públicas para la obtención de certificados y registros de calidad, deja en una posición de desventaja la iniciativa de estos pequeños grupos de cultivadores. Se necesita mucha plata para establecer y consolidar una industria, así sea mediana o pequeña, que cultive orgánicamente y que cumpla con los requisitos fitosanitarios (control de plagas de vegetales). Es una contradicción dialéctica exigir a productores orgánicos, que emplean brebajes de ají, ajo, limón, vinagre, entre otros, como controladores de plagas, un plan del control de plagas basado en la utilización de productos agroquímicos certificados, porque precisamente lo que busca es evitar el uso de estos plaguicidas químicos. El problema de raíz son los criterios institucionales que se están empleando para evaluar y certificar la calidad de productos alimenticios orgánicos.
En el marco de esta iniciativa, nació hace seis (6) años Asoprocampo, una asociación de cultivadores de quinua que actúa como grupo de interés frente a su gobierno local y regional. Los 24 asociados buscan ayudas para sacar adelante este negocio emergente, como preparación técnica en siembra, instrucción empresarial y apoyo económico para estudios necesarios como el de suelos y otros, con el propósito de cumplir con los requisitos de Invima para establecer formalmente su planta de producción.


La vida de las familias campesinas carupanas y la calidad en el ambiente para trabajar se está viendo afectada por otras dinámicas. Una de ellas es la inaccesibilidad a créditos con tasas de interés convenientes para los pequeños productores, que además de tenerla difícil para acceder a créditos bancarios, luego tienen que sacar de un ingreso que a veces alcanza solo para sobrevivir, la plata para pagar la deuda y los altos intereses. De entrada, las condiciones no pintan bien para ellos, ahora esperar que sus pequeñas economías familiares den lo suficiente para esos pagos, y no se vean obligados a ceder sus tierras y propiedades en manos de instituciones financieras.
Otra de la problemáticas se enfoca en la prohibición que hizo el Estado, a través de las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR), del uso de suelos para actividades económicas (agrícolas y ganaderas) en las zonas de páramos (3000 metros sobre el nivel del mar), en aras de la conservación de las fuentes hídricas de la nación. Pretenden incluir esa restricción en los Planes Básicos de Ordenamiento Territorial, y su incumplimiento acarrea multas millonarias para los infractores. Pero acaso ¿El Estado no pensó que estas familias llevaban generaciones completas viviendo y explotado responsablemente estas zonas? Los habitantes de las zonas altas del municipio, y que viven de la agricultura, son conscientes del cuidado ambiental. Ellos mejor que nadie saben lo que vale su Páramo (de Guargua) y son ellos los que tienen el rol más importante como guardianes del ecosistema.
Esto afecta los cultivos de papa, que son más productivos en zonas más altas. Sin embargo, el problema sigue latente y se esperan soluciones y negociaciones conciliadas entre las partes. Cabe resaltar otros dos conflictos en la zona que afectan el ambiente para laborar de los campesinos: las licencias de explotación de gravilla en las zonas aledañas al pueblo con una duración de 35 años, que perjudican a la gente que ya no puede sembrar, comer, dormir, ni hacer otra actividad sin el constante ruido de las retroexcavadoras y la planta de agua que limpia lo extraído. Dicha explotación causa, además, una contaminación inminente sobre las fuentes hídricas del municipio, ya que el agua empleada para limpiar la arena y la gravilla es surtida por el sistema de acueducto de este pueblo y otros cercanos a él.
El otro problema está ligado a las economías campesinas, y no solo al sector papero sino a todos los otros sectores agrícolas, y es la falta de tablas de precios mínimos en los mercados y las centrales de abastos, que son las que compran los bultos de papa de estas personas. Dejar establecer al juego del libre mercado, los precios de estos productos no brinda garantías para los productores que son los que “llevan del bulto” cuando les pagan a $15.000 COP por cada uno.
Para concluir, los habitantes de Carmen de Carupa representan una parte de la masa mestiza de campesinos pobres que a punta de tinto con leche, coplas, chistes y resiliencia sobreviven y sacan adelante a sus hogares, mediante la agricultura y la ganadería. Tan importante para ellos como para hacer alusión a ella en su escudo oficial en el que se encuentran una pica y un azadón, acompañados de espigas de cebada, tres papas y una vaina de arveja. Son muchas las exigencias, todas fundamentadas, de esta comunidad. Principalmente, garantías institucionales del su alcaldía, de su gobernación, del ICA, de la CAR, del Departamento Nacional de Planeación, de las empresas extractoras de recursos naturales, para que la agricultura, como quintaesencia del pueblo, no pierda su capacidad de producir y generar bienestar social para todos sus habitantes.
[1] 1 Estudiante de sexto semestre de Ciencia Política y Gobierno en la Universidad Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Asistente de Investigación del Semillero de Regalías y Disparidades Territoriales en Colombia de la Universidad del Rosario.